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The Property and Freedom Society: reflexiones después de cinco años | The Property And Freedom Society — Reflections After Five Years

Rodrigo Díaz has translated into Spanish Hoppe’s conference The Property And Freedom Society — Reflections (2010). This is a speech given at the PFS annual meeting.

For more Spanish translations, click here.

The Property and Freedom Society: reflexiones después de cinco años

Un discurso dado en la reunión anual de la Property and Freedom Society del año 2010.

Cuando por primera vez contemplé la idea de esta sociedad, hace más de 10 años, y en esa época era aún una sociedad sin nombre, sólo había tenido experiencia directa con otras dos sociedades de las cuales aprender.

Mi primera experiencia fue con la Sociedad Mont Pelerin, la cual había fundado Friedrich Hayek en 1947.

Durante la década de 1990, asistí tres veces, como orador invitado, a las reuniones de la Sociedad Mont Pelerin en las ciudades de Cannes, Ciudad del Cabo y Barcelona. Cada vez, con documentos atacando la democracia y el igualitarismo, defendiendo las monarquías versus las democracias, eviscerando la idea liberal clásica del Estado mínimo como contradictorio en sí mismo, y propagando un orden natural anarcocapitalista sin Estado, mi aparición era considerada como algo escandaloso: demasiado irreverente, demasiado conflictivo, y también demasiado sensacional.

Fuera cual fuera la función que la Sociedad Mont Pelerin pudiera haber tenido en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el momento de mi encuentro con ella, no la sentí particularmente de mi gusto.

Desde luego, conocí muchas personas brillantes e interesantes. Pero esencialmente, las reuniones de la Sociedad Mont Pelerin eran giras de empleados de think tanks y fundaciones del «mercado libre» y el «gobierno limitado», varios de sus profesores afiliados y protegidos, y los principales donantes financieros de todo eso, sobre todo de Estados Unidos, y más específicamente, de Washington DC. Característicamente, Ed Feulner, presidente de larga data de la Heritage Foundation, el principal think tank y cómplice intelectual de la política de Estado de bienestar y de guerra de toda administración del Partido Republicano, desde Reagan hasta Bush Jr., es un expresidente de la Sociedad Mont Pelerin y, más significativamente, ha sido su tesorero por mucho tiempo.

Desde el principio hubo escepticismo sobre la Sociedad Mont Pelerin. Ludwig von Mises, maestro y amigo de Hayek, expresó dudas graves sobre su plan, simplemente al ver la lista de los invitados iniciales de Hayek: ¿cómo una sociedad llena de certificados intervencionistas de Estado podría promover el objetivo de una comunidad libre y próspera?

Sin embargo, a pesar de sus reservas iniciales, Mises se convirtió en miembro fundador de la Sociedad Mont Pelerin. Pero su predicción resultó correcta. En un hecho famosamente conocido, en una reunión en la etapa inicial de la Sociedad Mont Pelerin, Mises se retiró del recinto denunciando a oradores y panelistas como un montón de socialistas.

En esencia, esta también fue mi primera impresión cuando entré en contacto con la Sociedad Mont Pelerin y esta impresión se ha confirmado desde entonces. La Sociedad Mont Pelerin era una sociedad en la que todo socialdemócrata de derecha podía sentirse como en casa. Cierto, de vez en cuando unas pocas aves extrañas eran invitadas a hablar, pero las reuniones estaban dominadas, y el rango del discurso aceptable era definido, por certificados intervencionistas de Estado: directores de fundaciones o think tanks capitalizados por, o conectados con el gobierno, burócratas en la nómina del banco central, por entusiastas del papel dinero, y por un surtido internacional de «edúcratas» y «cienciócratas» dentro y fuera del gobierno. Nunca se han discutido, en los sagrados recintos de la Sociedad Mont Pelerin, el imperialismo de Estados Unidos ni los crímenes de guerra de Bush, por ejemplo, ni los crímenes financieros cometidos por el banco de la Reserva Federal; y , por supuesto, no ha habido discusión alguna sobre cualquier asunto racial sensible.

De nada de todo esto se puede culpar a Hayek, ni que decir. Había perdido cada vez más el control de la Sociedad Mont Pelerin ya mucho antes de su muerte en 1992.

Pero también: Hayek tuvo mucho que ver con la evolución de la Sociedad Mont Pelerin. Porque, como Mises podía haber sabido en ese entonces, y como finalmente se pudo observar, en 1960 con la publicación de Los fundamentos de la libertad, Hayek mismo demostró ser un probado intervencionista. En la tercera parte de este famoso libro, Hayek había presentado un plan para una sociedad «libre» tan plagada de diseños intervencionistas que cualquier socialdemócrata moderado —de la variedad escandinava y alemana— fácilmente podía haber suscrito. Cuando, con motivo del cumpleaños número 80 de Hayek en 1979, el socialdemócrata, y entonces Canciller de Alemania Occidental, Helmut Schmidt, envió a Hayek una nota de felicitación proclamando que «todos somos hayekianos ahora», no se trataba de una frase vacía. Era cierto, y Schmidt hablaba en serio.

Me di cuenta entonces de lo siguiente: El desarrollo deplorable —juzgado desde un punto de vista liberal clásico— de la Sociedad Mont Pelerin no fue un accidente. Más bien, fue la consecuencia necesaria de una falla teórica fundamental cometida no solamente por Hayek, sino, en última instancia, también por Mises, con su idea de un Estado mínimo.

Esta falla no se limitó a afligir a la Sociedad Mont Pelerin. Afectaba toda la industria del think tank del gobierno limitado que había surgido como su heredero desde la década de 1960 en todo el mundo occidental, dominado por Estados Unidos.

La meta del «gobierno limitado» o «constitucional», que Friedrich Hayek, Milton Friedman, James Buchanan y otros grandes de la Sociedad Mont Pelerin habían tratado de promover y que cada think tank del mercado libre de hoy proclama como su objetivo, es una meta imposible, tanto como lo es la meta imposible de intentar la cuadratura del círculo. En primer lugar, no se puede establecer un monopolio territorial de ley y orden y luego esperar que este monopolio no haga uso del poderoso privilegio de legislar a su favor. Del mismo modo: no se puede establecer un monopolio territorial de producción de papel moneda y esperar que el monopolio no utilice su poder de imprimir siempre más y más dinero.

Limitar el poder del Estado, una vez que se le ha concedido un monopolio territorial de legislación, es una meta imposible, autocontradictoria. Creer que es posible limitar el poder del gobierno —por una vía distinta a la de someterlo a la competencia, es decir, a la de impedir que surjan privilegios monopolísticos para empezar— es asumir que la naturaleza del hombre cambia como resultado del establecimiento de un gobierno (muy parecido a la milagrosa transformación del hombre que los socialistas creen que sucederá con la llegada del socialismo).

Esto es todo: un gobierno limitado es una meta ilusoria. Creer que sea posible es creer en milagros.

La estrategia de Hayek y de la Sociedad Mont Pelerin tenía entonces que fracasar. En lugar de ayudar a reformar —a liberalizar— el Estado (occidental), como era su intención (¿o su pretensión?), la Sociedad Mont Pelerin y la industria internacional del think tank del «gobierno limitado» se convertirían en parte integrante de un sistema estatal de bienestar y de guerra en continua expansión.

Los indicios de este veredicto abundan: La ubicación típica de los think tanks dentro o cerca de la capital, prominentemente Washington, ya que su destinatario principal era el gobierno central. Reaccionan a las medidas y a los anuncios del gobierno y proponen y formulan propuestas al mismo gobierno. La mayoría de los contactos de los miembros de think tanks fuera de su propia institución son políticos y burócratas del gobierno, grupos de presión, y una variedad de empleados y auxiliares. Junto con los periodistas relacionados, estos también asisten regularmente a sus conferencias de prensa, sesiones, recepciones y cócteles. Hay un constante intercambio de personal entre think tanks y gobiernos. Y los líderes de la industria del gobierno limitado son, con frecuencia, por sí mismos, miembros prominentes de la élite del poder y de la clase dominante.

Lo más indicativo de todo: Durante décadas, el movimiento del gobierno limitado ha sido una industria en crecimiento. Sus gastos anuales en ejecución actualmente llegan a los cientos de millones de dólares, y en total probablemente se han gastado miles de millones de dólares. Al mismo tiempo, los gastos del gobierno nunca han caído en ninguna parte, ni siquiera una vez, sino que siempre, y sin interrupción, han aumentado en forma cada vez más vertiginosa.

Y, sin embargo, este evidente fracaso de la industria del gobierno limitado que no entrega el bien prometido, no es castigado, sino que, contra toda lógica, es recompensado con fondos cada vez más amplios. Cuanto más fallan los think tanks, más dinero reciben.

El Estado y la industria del think tank del mercado libre viven, por tanto, en perfecta armonía, el uno con el otro. Crecen juntos, al unísono.

Para los defensores del gobierno limitado, como Hayek y toda la industria del think tank del mercado libre, esto es una vergüenza. Tienen que explicarlo de alguna manera, o se trata de un accidente o de una coincidencia. Y simplemente lo explican con el argumento de que, sin la financiación y la operación continua de ellos, el asunto sería aún peor.

Así excusada, entonces, la industria continúa como antes, sin alterarse por ningún hecho o acontecimiento pasado o futuro.

Pero los embarazosos hechos no son accidentes o coincidencias y podrían haberse previsto de forma sistemática, si solamente uno hubiera comprendido mejor la naturaleza del Estado y no creyera en milagros.

Como monopolio territorial de legislación y de impresión de dinero, el Estado tiene una tendencia natural a crecer: a utilizar sus leyes «fiat» y su dinero «fiat» para hacerse de un creciente control de la sociedad y las instituciones sociales. Con sus leyes «fiat», el Estado tiene el poder especial de amenazar y castigar o incentivar y premiar a quien quiera que le venga en gana. Y con su dinero «fiat», puede comprar apoyo, sobornar y corromper con mayor facilidad que cualquier otro.

Ciertamente, una institución tan extraordinaria como esta contará con los medios a su alcance, legales y financieros, para hacer frente al desafío planteado por la industria del gobierno limitado. Históricamente, el Estado ha afrontado con éxito oponentes mucho más formidables: ¡como la religión organizada, por ejemplo!

A diferencia de la Iglesia o las iglesias, sin embargo, la industria del gobierno limitado está ubicada o concentrada convenientemente cerca, o en el centro, del poder del Estado, y la única razón de ser de la industria es la de hablar con, y tener acceso, al Estado. Eso es lo que sus donantes financieros normalmente esperan.

Sin embargo, para el Estado, así ha sido mucho más fácil pues señalar y efectivamente controlar esta industria. El Estado sólo tuvo que desplegar su propia burocracia para que estuviera a cargo de las relaciones con el «mercado libre» y atraer a las ONGs del «gobierno limitado» con conferencias, invitaciones, patrocinios, subvenciones, dinero y perspectivas de empleo. Sin tener que recurrir a amenazas, estas medidas por sí solas fueron suficientes para garantizar acatamiento por parte de la industria del think tank del mercado libre y de sus intelectuales asociados. La demanda del mercado de servicios intelectuales es baja e inconsistente y, por tanto, ¡los intelectuales se pueden comprar a bajo precio!

Por otra parte, a través de su cooperación con la industria del mercado libre, el Estado podía aumentar su propia legitimidad y respetabilidad intelectual como una institución «económicamente progresista», abriendo así aún más espacio de crecimiento para el Estado.

En esencia, como con todas las llamadas ONG [organizaciones no gubernamentales], el Estado logró transformar la industria del gobierno limitado justo en un vehículo más para su propio engrandecimiento.

Lo que aprendí de mi experiencia con la Sociedad Mont Pelerin, entonces, fue que había que elegir una estrategia completamente diferente si se quería limitar el poder del Estado. Para los socialistas o los socialdemócratas, es perfectamente racional hablar y buscar acceso al Estado y tratar de «marchar a través de sus instituciones», ya que la izquierda quiere aumentar el poder del Estado. Es decir, la izquierda quiere lo que el Estado esté dispuesto a hacer de todos modos, en virtud de su carácter de monopolio territorial de ley y orden.

Pero la misma estrategia es ineficaz o incluso contraproducente si se quiere reducir el poder del Estado: independientemente de si uno quiere reducirlo totalmente y establecer un orden natural sin Estado, o sólo reducirlo rápida o drásticamente hasta lograr el statu quo de una época «gloriosa» o «dorada» anterior.

En cualquier caso, este objetivo sólo puede alcanzarse si, en vez de hablar y solicitar acceso al Estado, abiertamente lo ignoramos, lo evitamos y lo repudiamos; y sus agentes y propagandistas son explícitamente excluidos de nuestros procedimientos. Hablar al Estado, incluyendo a sus agentes y propagandistas, es dar legitimidad y fuerza al Estado mismo. El ignorarlo, evitarlo y repudiarlo ostentosamente, y excluir a sus agentes y propagandistas como indeseables, es restarle autoridad al Estado y debilitar su legitimidad.

En agudo contraste con la Sociedad Mont Pelerin y su múltiple descendencia que quiso reformar y liberalizar desde adentro el sistema estatal de bienestar y de guerra siguiendo una estrategia de cambio «inmanente» al sistema, como dirían los marxistas, y la cual falló precisamente por esta razón y fue, en cambio, cooptada por el Estado como parte del establecimiento político, en mi imaginada sociedad, la Property and Freedom Society iba a perseguir una estrategia que «trascendiera» al sistema.

Es decir, trataría de reformar, y en última instancia, revolucionar desde afuera el cada vez más invasivo sistema del Estado de bienestar y guerra, a través de una contracultura antiestatista que podría atraer a un número cada vez mayor de desertores —intelectuales, laicos educados e incluso al tan citado «hombre de la calle»— alejándolos de la cultura dominante e instituciones del Estado. La Property and Freedom Society iría a ser la punta de lanza internacional, el avant-garde, de dicha contracultura intelectual.

Como eje de esta contracultura estaba el concepto de la perversidad de la institución del Estado: Un monopolio territorial de ley y orden que puede hacer y cambiar las leyes a su favor, no protege ni puede, sin hacer milagros, proteger la vida y bienes de sus subordinados (clientes). En cambio, es para ellos, y será siempre, un peligro permanente: el más seguro camino a la servidumbre y a la tiranía.

Basado en esta idea, entonces, la Property and Freedom Society tenía que tener un doble objetivo.

Por un lado, positivamente, tenía que explicar y aclarar las exigencias y requerimientos jurídicos, económicos, cognitivos y culturales y las características de un orden natural libre, sin participación del Estado.

Por otro lado, negativamente, se quería desenmascarar al Estado y mostrarlo como lo que realmente es: una institución manejada por grupos de asesinos, saqueadores y ladrones, rodeado de ávidos verdugos, propagandistas, aduladores, malhechores, mentirosos, payasos, charlatanes, majaderos e idiotas útiles; una institución que ensucia y mancha todo lo que toca.

A efecto de divulgar la verdad completa debo añadir lo siguiente: Ante la insistencia de mi amigo Jesús Huerta de Soto —quien había sido reclutado personalmente por Hayek a una edad temprana—, con cierta reluctancia, solicité ser miembro de la Sociedad Mont Pelerin en cierto momento, a mediados de la década de 1990. Además de Huerta de Soto, había apoyado mi membresía el difunto Arthur Seldon, quien era entonces Presidente Honorario de la Sociedad Mont Pelerin. Sin embargo, fui rechazado y, debo admitir, merecidamente, porque simplemente no encajaba en tal sociedad.

Fuentes confiables me han dicho que fue, particularmente, Leonard Liggio, un antiguo amigo de Murray Rothbard, quien al haberse dado cuenta de ello se opuso vigorosamente a mi membresía; apoyado por Christian Watrin, del contingente de líderes y activistas alemanes de la Sociedad Mont Pelerin. Ambos, Liggio y Watrin, más tarde se convertirían en presidentes de la Sociedad Mont Pelerin.

Mi segunda experiencia con sociedades intelectuales fue con el Club John Randolph [CJR], que había sido fundado en 1989 por el libertario Murray Rothbard y el conservador Thomas Fleming.

Desde el principio, esta sociedad fue mucho más de mi gusto. Durante un tiempo, jugué un papel preponderante en el Club John Randolph. Pero también desempeñé un papel prominente en su ruptura, que se produjo poco después de la muerte de Rothbard en 1995, y que esencialmente resultó en la salida del ala rothbardiana de la sociedad.

Sin embargo, miro atrás a los primeros años del Club John Randolph con gratos recuerdos. Por lo que no es de extrañar que un buen número de mis viejos compañeros del Club John Randolph también hayan aparecido aquí en Bodrum, en las reuniones de la Property and Freedom Society: Peter Brimelow, Tom DiLorenzo, Paul Gottfried, Walter Block, Justin Raimondo, Yuri Maltsev, David Gordon. Además, debo mencionar a mi amigo Joe Sobran, quien habría querido aparecer en nuestra reunión inaugural pero no pudo asistir debido a problemas de salud.

En contraste con la «internacional» Sociedad Mont Pelerin, el Club John Randolph era una sociedad «americana». Sin embargo, esto no significaba que el CJR fuera más provinciano. Por el contrario. No sólo tenía el CJR numerosos miembros «extranjeros», sino también, mientras que la Sociedad Mont Pelerin estaba dominada por economistas profesionales, el Club John Randolph representaba un espectro mucho más amplio, interdisciplinario y transdisciplinario de intereses y esfuerzos intelectuales.

En promedio, el dominio de lenguas extranjeras entre los miembros del Club John Randolph era bastante mayor de lo que se encontraba en círculos de la Sociedad Mont Pelerin. En sus hábitos y maneras, la Sociedad Mont Pelerin era multicultural, igualitaria y no discriminatoria, mientras que era altamente restrictiva e intolerante con respecto a la variedad admisible de temas y tabúes intelectuales. En marcado contraste, el CJR era decididamente una sociedad burguesa, antiigualitaria y discriminatoria, pero al mismo tiempo una sociedad mucho más abierta y tolerante intelectualmente, sin ningún tema tabú.

Además, mientras que las reuniones de la Sociedad Mont Pelerin eran grandes e impersonales —podían superar los 500 participantes—, las reuniones del Club John Randolph rara vez tenían más de 150 asistentes y eran reuniones pequeñas e íntimas.

Me gustaban todos estos aspectos del Club John Randolph. (No me importaban tanto las sedes de sus reuniones: por lo general algún hotel de negocios en las afueras de una gran ciudad. En este sentido, las reuniones de la Sociedad Mont Pelerin tenían claramente más que ofrecer, aunque a un precio elevado).

Pero, como he indicado, no todo estaba bien con el Club John Randolph, y mi encuentro con él también me enseñó unas cuantas lecciones sobre aquello que no se debe imitar.

La desintegración del Club John Randolph, poco después de la muerte de Rothbard, tuvo en parte razones personales. Tom Fleming, el director sobreviviente del Club, es, para decirlo diplomáticamente, un hombre difícil, como pueden testimoniar todos los que han tratado con él. Además, hubo disputas dentro de la organización. Las reuniones del Club John Randolph se organizaban anualmente alternativamente por el Centro de Estudios Libertarios, que representaba a Murray Rothbard y sus hombres, y por el Instituto Rockford, que representaba a Thomas Fleming y los suyos. Este acuerdo había conducido quizás inevitablemente a varias acusaciones de aprovechamiento. En última instancia, sin embargo, la ruptura tuvo razones más fundamentales.

El Club John Randolph fue una coalición de dos grupos distintos de intelectuales. Por un lado había un grupo de austrolibertarios anarcocapitalistas, liderados por Rothbard, en su mayoría economistas pero también filósofos, abogados, historiadores y sociólogos (en su mayoría mentes del tipo analítico-teórico). Yo era miembro de este grupo. Por el otro lado había un grupo de escritores relacionados con la revista conservadora mensual Chronicles: A Magazine of American Culture y su editor, Tom Fleming. Paul Gottfried era un miembro de ese grupo. El grupo conservador no tenía ningún economista de notoriedad y en general mostraba un tipo de mentalidad más empírico. Aparte de los historiadores y sociólogos, incluía también en particular a hombres de letras: filólogos, escritores literarios y críticos culturales.

Por el lado libertario, la cooperación con los conservadores fue motivada por la idea de que mientras el libertarismo puede ser lógicamente compatible con muchas culturas, sociológicamente requiere una cultura de núcleo burgués conservador. La decisión de formar una alianza intelectual con los conservadores suponía entonces para los libertarios una doble ruptura con el «libertarismo del establishment», representado, por ejemplo, por el Instituto CATO del «mercado libre» en Washington.

Este libertarismo del establishment no sólo estaba teóricamente equivocado, con su compromiso con el objetivo imposible del gobierno limitado (y gobierno centralizado en eso): también estaba sociológicamente equivocado, con su mensaje cultural «cosmopolita» antiburgués —realmente adolescente—: de multiculturalismo e igualitarismo, de «no respeto a ninguna autoridad», de «vivir y dejar vivir», de hedonismo y libertinismo.

Los austrolibertarios antiestablishment trataron de aprender más del lado conservador acerca de los requisitos culturales de una mancomunidad libre y próspera. Y en general así lo hicieron y aprendieron su lección. Por lo menos, creo que yo lo hice.

Por el lado conservador de la alianza, la cooperación con los anarcocapitalistas austriacos significaba una ruptura total con el llamado movimiento neoconservador que había llegado a dominar el conservadurismo organizado en Estados Unidos y el cual estaba representado, por ejemplo, por think tanks tales como el American Enterprise Institute y la Heritage Foundation en Washington. Los paleoconservadores, como llegaron a ser conocidos, se oponían a la meta neoconservadora de un Estado de bienestar y de guerra cada vez más centralizado y «económicamente eficiente» como incompatible con los principales valores conservadores tradicionales de la propiedad privada, la familia y los hogares familiares, y de las comunidades locales y su protección. Había algunos puntos de discordia entre los paleoconservadores y los libertarios: sobre cuestiones de aborto e inmigración y sobre la definición y la necesidad del gobierno. Pero estas diferencias podían acomodarse al acordar que su resolución no se debía intentar a nivel del Estado central o incluso de alguna institución supranacional tal como la ONU, sino siempre al menor nivel de organización social: a nivel de familias y comunidades locales.

Para los paleoconservadores, la secesión de un Estado central no era un tabú, y para los austrolibertarios la secesión tenía la condición de ser un derecho humano natural (mientras que los libertarios del establishment normalmente lo tratan como un tema tabú); por lo tanto, la cooperación era posible. Por otra parte, la cooperación con los austrolibertarios iría a proporcionar a los conservadores la posibilidad de aprender economía sólida (la de la escuela austriaca), que era un hueco y una debilidad reconocidos en su armadura intelectual, especialmente frente a sus oponentes neoconservadores. Sin embargo, con algunas excepciones notables, el grupo conservador no estuvo a la altura de estas expectativas.

Esta fue, pues, la razón última de la ruptura de la alianza libertaria-conservadora lograda con el Club John Randolph: que mientras los libertarios estuvieron dispuestos a aprender su lección cultural, los conservadores no quisieron aprender la suya en economía.

Este veredicto, y la consecuente lección, no fueron claros de inmediato, por supuesto. Fue explicándose claramente sólo en el curso de los acontecimientos. En el caso del Club John Randolph, el acontecimiento tuvo un nombre. Fue Patrick Buchanan, personalidad de la televisión, comentarista, columnista, autor de libros best-sellers, incluyendo trabajos serios sobre la historia revisionista, un hombre muy carismático, ingenioso y con gran encanto personal, pero también un hombre con una larga y profunda implicación en la política del Partido Republicano, primero como escritor de discursos de Nixon y luego como Director de Comunicaciones de la Casa Blanca en tiempos de Ronald Reagan.

Pat Buchanan no participaba directamente en el Club John Randolph, pero tenía vínculos personales con varios de sus principales miembros (en ambos lados del Club, pero especialmente con el grupo del Chronicles, que incluía algunos de sus asesores más cercanos) y él era considerado una parte prominente del movimiento contracultural representado por el Club John Randolph. En 1992, Buchanan desafió al entonces presidente George Bush por la nominación republicana a la presidencia. (Él lo haría de nuevo en 1996, desafiando el senador Bob Dole por la nominación republicana, y en 2000 se postularía como candidato presidencial por el Partido de la Reforma.) El reto de Buchanan era impresionante al principio, casi desconcertando a Bush en las primarias de New Hampshire, y causó inicialmente un gran entusiasmo en los círculos del Club John Randolph. Sin embargo, en el curso de la campaña de Buchanan, y en reacción a ella, estalló la discordia abierta entre los dos campos del Club John Randolph en cuanto a la estrategia «correcta».

Buchanan siguió una campaña populista con su «America First» [Estados Unidos primero]. Quería dirigirse y atraer al llamado «americano medio», quien se sentía traicionado y desamparado por las élites políticas de ambos partidos. Tras el colapso del comunismo y el fin de la guerra fría, Buchanan quería traer todas las tropas americanas de vuelta a casa, disolver la OTAN, dejar la ONU, y llevar a cabo una política exterior no intervencionista (que sus enemigos neoconservadores denigraban como «aislacionista»). Quería cortar todos los vínculos excepto económicos con Israel en particular, y criticaba abiertamente la influencia «antiamericana» del lobby judío-americano organizado, algo que requiere considerable coraje en el Estados Unidos contemporáneo.

Quería eliminar toda «discriminación positiva», las leyes de no discriminación y de cuotas que habían impregnado todos los aspectos de la vida americana, y que eran esencialmente leyes antiblancos y en especial leyes contra los hombres blancos. En particular, prometía poner fin a la política no discriminatoria de inmigración que había dado lugar a la inmigración masiva de personas del tercer mundo de clase baja y la correspondiente integración forzada o, eufemísticamente, el «multiculturalismo». Además, quería terminar con toda «la podredumbre cultural» proveniente de Washington cerrando el Departamento Federal de Educación y una multitud de otras agencias federales de adoctrinamiento.

Pero en lugar de enfatizar estas inquietudes culturales «derechistas» ampliamente populares, Buchanan, en el curso de su campaña, entonaba cada vez más otros asuntos y preocupaciones económicas, mientras que su conocimiento de economía era más bien escaso.

Concentrándose en lo que él era peor, entonces, abogaba cada vez más por un programa económico «izquierdista» de nacionalismo económico y social. Abogaba por aranceles para proteger industrias americanas «esenciales» y salvar empleos americanos de la competencia extranjera «desleal», y proponía «proteger» al americano medio salvaguardando e incluso ampliando los programas existentes del Estado de bienestar como las leyes de salario mínimo, el seguro de desempleo, el Seguro Social, Medicaid y Medicare.

Cuando expliqué, en un discurso ante el Club, que el programa de derecha-cultural y de izquierda-económica de Buchanan era teóricamente inconsistente y que su estrategia consecuentemente debe fallar en alcanzar su propia meta, que no puedes traer a Estados Unidos de vuelta a la cordura cultural y fortalecer sus familias y comunidades y al mismo tiempo mantener los pilares institucionales que son la causa central del malestar cultural, que los aranceles proteccionistas no logran que los americanos sean más prósperos, sino menos, y que un programa de nacionalismo económico tiene que alienar a la burguesía indispensable intelectual y culturalmente mientras atrae (para nosotros y nuestros propósitos) al «inútil» proletariado, casi se llegó a un éclat; El grupo conservador se puso en pie de guerra sobre esta crítica a uno de sus héroes.

Había tenido la esperanza de que, pese a los sentimientos de amistad o lealtad personal, después de algún tiempo de reflexión la razón prevalecería, especialmente después de que había quedado claro por los acontecimientos subsiguientes que la estrategia de Buchanan también había fracasado numéricamente en las urnas. Yo creía que los conservadores del Club John Randolph tarde o temprano se darían cuenta de que mi crítica a Buchanan era una crítica «inmanente», es decir, que no había criticado ni me había distanciado del objetivo del Club John Randolph, y presumiblemente tampoco del de Buchanan, de una contrarrevolución cultural conservadora, pero que, sobre la base de razones económicas elementales, había detectado simplemente que los medios —la estrategia— escogidos por Buchanan para lograr este objetivo eran inadecuados e ineficaces. Pero no pasó nada. No hubo ningún intento de refutar mis argumentos. Tampoco hubo ninguna señal de que ninguno estuviera dispuesto a expresar cierta distancia intelectual con Buchanan y su programa.

De esta experiencia aprendí una doble lección. En primer lugar, se reforzó la lección que ya había aprendido en mi encuentro con la Sociedad Mont Pelerin: No deposites tu confianza en los políticos y no te dejes distraer por la política. Buchanan, a pesar de sus muchas y atractivas cualidades personales, era todavía en el fondo un político que creía en el gobierno, sobre todas las cosas, como un medio para lograr el cambio social. En segundo lugar y de manera más general, sin embargo, he aprendido que es imposible tener una asociación intelectual duradera con personas que, o bien, no están dispuestas, o son incapaces de comprender los principios de la economía. La economía —la lógica de la acción— es la reina de las ciencias sociales. No es de ninguna manera suficiente para una comprensión de la realidad social, pero es necesaria e indispensable. Sin un entendimiento sólido de los principios económicos, por decir al nivel de Henry Hazlitt en Economía en una lección, uno se ve obligado a cometer errores graves de explicación e interpretación histórica.

Así, llegué a la conclusión de que la Propery and Freedom Society no sólo tenía que excluir a todos los políticos y a los agentes y propagandistas del gobierno como objetos de burla y desprecio, como emperadores sin ropa y blancos de todas las bromas, en lugar de objetos de admiración y emulación, sino que también tenía que excluir a todos los ignorantes en economía.

Cuando el Club John Randolph se disolvió, esto no significó que las ideas que habían inspirado su formación se hubieran extinguido o que ya no encontraran una audiencia. De hecho, en Estados Unidos, había crecido un think tank dedicado a las mismas ideas e ideales. El Instituto Ludwig von Mises, fundado en 1982 por Lew Rockwell, con Murray Rothbard como su cabeza académica, había comenzado como cualquier otro think tank del gobierno limitado, aunque Rothbard y todos los demás socios principales del Instituto Mises eran anarcocapitalistas austriacos. Sin embargo, a mediados de la década de 1990 —y me enorgullece haber desempeñado un papel importante en este desarrollo— Lew Rockwell había transformado el instituto, localizado significativamente lejos de Washington DC, en la provincial Auburn, en Alabama, en el primer y único think tank del mercado libre que había renunciado abiertamente al objetivo del gobierno limitado como imposible y salía en cambio como defensor imperturbable del anarcocapitalismo, desviándose por tanto de la interpretación «literal» estrecha de su nombre y aun así manteniéndose fiel a su espíritu al seguir el riguroso método praxeológico misesiano hasta su conclusión última. Este movimiento fue financieramente costoso al principio, pero bajo la brillante empresarialidad intelectual de Rockwell se había convertido eventualmente en un éxito enorme, sobrepasando a sus rivales mucho más ricos, los libertarios del gobierno limitado, tales como el Instituto CATO en términos de alcance e influencia. Por otra parte, además del Instituto Mises, que se centraba más estrechamente en asuntos económicos, y a raíz de la decepcionante experiencia con el Club John Randolph y su ruptura, Lew Rockwell había creado, en 1999, una página web antiestatista, antiguerra, promercado —www.lewrockwell.com— que agregaba una dimensión cultural interdisciplinaria a la iniciativa austrolibertaria y resultó ser aún más popular, preparando el terreno intelectual para el actual movimiento de Ron Paul.

La Property and Freedom Society, por supuesto, no tenía que competir con el Instituto Mises o con LewRockwell.com. No tenía que ser un think tank u otro punto de publicación. Más bien, tenía que complementar sus esfuerzos y los de otros al adicionar otro componente importante para el desarrollo de una contracultura intelectual antiestatista. Lo que había desaparecido con la desintegración del Club John Randolph original fue una sociedad intelectual dedicada a la causa. Sin embargo, todo movimiento intelectual requiere una red de relaciones personales, de amigos y compañeros de lucha para tener éxito, y para que esa red se establezca y crezca, se necesita un lugar de encuentro regular, una sociedad. La Property and Freedom Society tenía que ser dicha sociedad.

Quise crear un lugar donde personas de todo el mundo con ideas afines pudieran reunirse periódicamente para el estímulo mutuo y disfrute de un radicalismo intelectual sin censura y sin rival. La sociedad tenía que ser internacional e interdisciplinaria, burguesa, solamente por invitación, exclusiva y elitista: para los pocos «elegidos», que puedan ver a través de la cortina de humo levantada por nuestras clases gobernantes de criminales, estafadores, charlatanes y payasos.

Después de nuestro primer encuentro, hace 5 años, aquí en el Karia Princess, mi plan se volvió todavía más específico. Inspirado por el encanto del lugar y su hermoso jardín, decidí adoptar el modelo de un salón para la Property and Freedom Society y sus reuniones. El diccionario define ‘salón’ como «un encuentro de élites intelectuales, sociales, políticas y culturales bajo el techo de un inspirador anfitrión o anfitriona, en parte para divertirse entre sí y en parte para refinar el gusto y aumentar los conocimientos mediante la conversación». Saqué la palabra «política» de esta definición, y ahí tienes lo que he tratado de lograr durante los últimos años, junto con Guelcin, mi esposa y colega misesiana, sin cuyo apoyo nada de esto sería posible: ser anfitriona y anfitrión a un gran y extenso salón anual, y convertirlo, con la ayuda de ustedes, en el más atractivo e ilustre salón que existe.

Espero —y, de hecho, confío— que esta, nuestra quinta reunión, marcará otro paso adelante hacia tal fin.


Traducido del inglés originalmente por Rodrigo Díaz. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.