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El orden natural, el Estado y el saqueo | Natural Order, State, and Looting

Oscar Grau has translated into Spanish Hoppe’s Natural Order, State, and Looting (2003). The article was originally published on LewRockwell.com.

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El orden natural, el Estado y el saqueo

La experiencia del «cambio de régimen» en Irak plantea cuestiones fundamentales sobre economía política y filosofía. Por ejemplo, el saqueo y  los actos vandálicos ocurridos tras la derrota militar del gobierno de Sadam Huseín en Bagdad se han citado como prueba de la necesidad de un Estado, una refutación viviente de la idea de que un orden natural de propiedad privada puede producir orden en el marco de la libertad.

Esto está lejos de la verdad.

Pese a que se diga lo contrario, la relación natural entre las personas es una de cooperación pacífica, basada en el reconocimiento de la mayor productividad física de la división del trabajo. Esto no quiere decir que no habrá crímenes ni agresiones. Siendo la humanidad lo que es, siempre existirán asesinos, ladrones, atracadores, matones y estafadores.

Sin embargo, su comportamiento antisocial se suprime normalmente mediante la autodefensa armada y los acuerdos de asistencia mutua y de seguros. En la mayoría de los casos, los conflictos se resuelven pacíficamente a través del arbitraje y por jueces dotados de una autoridad natural y voluntariamente reconocida (normalmente miembros de la «nobleza» o élite social). Los hombres han cooperado de esta manera durante miles de años sin la ayuda de un Estado (tal como se define abajo). Incluso hoy en día, en cada pequeña aldea, el funcionamiento de un orden natural sigue siendo discernible.

Lo que requiere explicación no es el fenómeno de la cooperación, sino el del Estado. Un Estado se define como un monopolista territorial de la toma de decisiones finales ante un caso de conflicto (incluidos los conflictos en los que él mismo está implicado); e implícito en este poder de excluir a todos los demás de actuar como juez final está su segundo elemento definitorio: el poder estatal de cobrar impuestos, es decir, de determinar unilateralmente el precio que los que buscan justicia deben pagar por sus servicios.

Sobre la base de esta definición de Estado, es fácil comprender por qué puede existir el deseo de fundar un Estado o de hacerse con el control de uno existente: Quien tiene el monopolio del arbitraje final en un territorio determinado puede legislar a su favor. Además, quien puede legislar también puede cobrar impuestos y enriquecerse así a costa de otros. Sin duda, esta es una posición envidiable.

Más difícil de entender es cómo alguien puede salirse con la suya fundando un Estado. ¿Por qué habrían de soportar los demás una institución tan extraordinaria? Es aquí donde entra en escena el fenómeno del «saqueo».

Un orden natural se caracteriza por la cooperación pacífica. Por lo tanto, para que un Estado parezca necesario, cualquier aspirante a Estado debe primero destruir el orden natural y crear una «anarquía» hobbesiana caracterizada por el saqueo y el vandalismo. Por lo general, esto se logra cuando algunos miembros de la élite social incitan a las masas sin propiedades (los arrendatarios) a rebelarse contra la clase propietaria (sus arrendadores). En el caos resultante, el aspirante a Estado acude al rescate de los arrendadores, ofreciéndose a detener la rebelión de los arrendatarios y a restablecer la paz a cambio del reconocimiento de su condición de monopolio como juez supremo.

Una vez que el aspirante a Estado se ha transformado en un Estado, este reprimirá nuevos saqueos, aunque solo sea para tener más propiedades que saquear. No obstante, al Estado no le interesa tener «demasiado» éxito en la supresión de la delincuencia privada, ya que esta le proporciona un recordatorio constante de la supuesta necesidad de un Estado. De hecho, para saquear a sus propios súbditos con más éxito, el Estado intentará desarmar a su ciudadanía, haciéndola más vulnerable al ataque criminal privado.

Volvamos a los acontecimientos de Bagdad. Los Estados son inherentemente agresivos. Esto es válido tanto para el gobierno de Estados Unidos como para el de Irak. Si uno puede externalizar los costes de su agresión en otros en la forma de imposiciones tributarias a sus ciudadanos, uno será más agresivo que si tuviera que pagar personalmente el coste total de la agresión. Por otra parte, y aparentemente de manera paradójica, los Estados «liberales», que gravan y regulan comparativamente menos a sus súbditos (como Estados Unidos), tienden a ser más agresivos en su política exterior que los Estados «no liberales» (como Irak).

La razón para ello es sencilla. La victoria o la derrota en la guerra interestatal depende de numerosos factores, pero lo que es en definitiva decisivo es la cantidad relativa de recursos económicos a disposición de un gobierno. Al gravar y regular, los gobiernos no contribuyen a la creación de riqueza económica. En lugar de eso, se aprovechan parasitariamente de la riqueza existente.

Sin embargo, los gobiernos pueden influir negativamente en la cantidad de riqueza existente. En igualdad de condiciones, cuanto menor sea la carga impositiva y regulatoria impuesta por el gobierno a su economía interna, mayor tenderá a crecer su población (tanto por razones internas como por factores de inmigración) y mayor será la cantidad de riqueza producida internamente a la que podrá recurrir en sus conflictos con otros Estados. Es decir, los Estados que gravan y regulan comparativamente poco tienden a vencer y ampliar su control territorial a expensas de los Estados no liberales. De hecho, fue el gobierno de Estados Unidos el que agredió a Irak, y no el gobierno iraquí a Estados Unidos.

Como era de esperar, el Estado agresor, Estados Unidos, ha tenido éxito en la invasión y ocupación de Iraq. Una vez que Bagdad fue conquistada por las tropas americanas, el gobierno de Sadam Huseín dejó efectivamente de existir, y se estableció un nuevo gobierno americano en Irak. En lugar de Sadam Huseín, ahora era el ejército americano el que actuaba como juez supremo en Irak.

No obstante, ningún pueblo puede ser gobernado durante mucho tiempo a punta de pistola. Para perdurar, el nuevo gobierno americano debe ganar legitimidad dentro del público iraquí. Pero contrariamente a la propaganda del gobierno americano, la invasión y ocupación de Irak no ha sido un acto de liberación. Si A libera a B, que es rehén de C, este es un acto de liberación.

En cambio, no es un acto de liberación si A libera a B de las manos de C para tomar él mismo a B como rehén. No es un acto de liberación si A libera a B de las manos de C matando a D. Tampoco es un acto de liberación si A toma por la fuerza el dinero de D para liberar a B de C.

En consecuencia, a diferencia de la auténtica liberación, que es acogida por los liberados con un asentimiento unánime, la ocupación americana ha sido recibida con un entusiasmo mucho menos que universal por los iraquíes «liberados». Incluso muchos de los oponentes de Sadam Huseín, que vieron con alegría su derrocamiento, siguen considerando a Estados Unidos un invasor no invitado.

Enfrentados así a un déficit de legitimidad, ¿qué mejor manera de demostrar la «necesidad» de una continuada presencia americana que el viejo y probado método de crear primero el caos? Los ocupantes americanos incitan a las masas de Bagdad a saquear primero (aparentemente justificado) solo la «propiedad del gobierno», pero luego también la propiedad privada. Más aún, al disparar indiscriminadamente contra cualquier iraquí armado, y confiscar después las armas privadas, las tropas americanas prohíben toda autodefensa efectiva por parte de las víctimas iraquíes de los saqueadores (y, por tanto, impiden el resurgimiento de un orden natural). En la subsiguiente anarquía hobbesiana, la clase propietaria de Bagdad sale a la calle y suplica protección a sus ocupantes.

En conclusión, en lugar de la causa y la razón del Estado, la anarquía hobbesiana que se observa en Bagdad es el resultado y la consecuencia del hacer y la apropiación del Estado, también conocido como «cambio de régimen».


Traducido del inglés por Oscar Eduardo Grau Rotela. El artículo original se encuentra aquí.